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La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y cómo la recuerda
para contarla.

Gabriel García Márquez
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Admiro a quienes su vocación se les presentó en los primeros años de vida. Quizá fue la suerte que sopló a su favor, si es que existe esa clase de viento. Quizá fue que su atención estaba donde “tenía” que estar. Quizá fue cualquier otra circunstancia. El caso es que a mí no me sucedió así.

Sobre mis diecisiete años cuando me tocó decidir, elegí estudiar Derecho por motivos varios que no me parece este el momento de contar; me licencié y ejercí la abogacía hasta que me retiré para ser madre de dos hijos y vinieron otros quehaceres, otros intereses, otra forma de vida. Fui escribiendo pequeños textos para homenajear a algún amigo, a algún familiar. En ocasiones, los protagonistas me recuerdan que escribí unas bonitas palabras para sus padres cuando celebraron sus bodas de oro o cuando se jubiló el tío Alejandro o cuando murió la abuela o para el cumpleaños de tal o cual… y me doy cuenta de que esos escritos dieron forma a los sentimientos de alguien, hicieron feliz a alguien.


Si echo un vistazo y contemplo desde aquí cómo ha sido el camino, sus vueltas y sus recovecos, descubro que la primera vez que conté historias fue cuidando de la niña que fui. Inventaba para ella, para que se durmiese entre sueños, para que el frío no le congelase en los días de invierno, para espantar a los monstruos que le inquietaban. Nadie lo sabía. Yo no lo sabía. No lo sabía y escribía bajo las sábanas, sobre hojas invisibles en la Olivetti del abuelo; escribía dentro de las tardes de la soledad infantil.

Hace un tiempo, me perdí en la vida, ¿a quién no le ha pasado? A falta de otro recurso, se me ocurrió usar de brújula las palabras y encontré el camino de vuelta. Así, empecé a escribir relatos, una novela, mis pro-emas, más relatos, otra novela.

Las palabras crean. Las palabras son un maravilloso regalo.


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A medida, a mano y a máquina
©Natalia Manchado Martín
2022